La costumbre es la sombra de la rutina.
La rutina crea consistencia e incluso identidad en quien la practica.
El que escribe de rutina se convierte en escritor; el que abraza y besa de rutina se convierte en amante; el que entrena de rutina se convierte en campeón.
La rutina jamás ha sido el problema.
El nombre del problema es la costumbre.
Una buena rutina forma buenos hábitos, y los buenos hábitos fortalecen las virtudes.
En cambio la costumbre pone en los ojos unas escamas que hacen ver todo como monotonía y hacen a la vista perder la capacidad de asombro.
A la creatividad no la mató la rutina, la mató la costumbre.
Al amor y el romance no los despedazó la rutina; la costumbre lo hizo.
Si el rey Midas convertía en oro lo que tocaba. El “rey costumbre” es tan maldito que es capaz de convertir la sonrisa de tu hijo o el abrazo de tu esposa en simple polvo.
¿Y a quién le sorprende el polvo?
¿Por qué entonces atacamos la rutina y queremos “romper” seguido con ella?
Le declaramos la guerra al enemigo equivocado.
Lanzamos ataques hacia afuera. Golpeamos la rutina y le exigimos a la vida un poco más de emoción.
Recibimos unos shots de dopamina, se acelera el corazón unos momentos y creemos haber ganado la guerra. Pero no; volvemos a lo mismo.
Y es que la verdadera batalla es contra la costumbre. Una guerra a la que pocos van porque es interna y conlleva una campaña de “ataque” contra uno mismo.
Basta recordar lo que Rilke le dijo al joven poeta:
“Si su diario vivir le parece pobre, no lo culpe a él. Acúsese a sí mismo de no ser bastante poeta para lograr descubrir y atraerse sus riquezas. Pues para un espíritu creador, no hay pobreza.”